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Historias con moraleja

Nauru, un cuento con moraleja.

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    Nauru

Los humanos somos un virus, una infección sobre el planeta; o podemos serlo. Debido a nuestros enormes números y a nuestra desarrollada ingeniería tenemos la capacidad de provocar daños desaforados a cualquier medio ambiente, e incluso de destruirlo por completo: las praderas y bosques europeos o las grandes llanuras herbáceas de América del Norte pueden dar fe de nuestro potencial arrasador. Abundando los ejemplos de situaciones en las que nuestra potencia destructiva ha superado a nuestra inteligencia básica, quizá uno de los más espectaculares y simbólicos sea la historia de la diminuta, disputada y metafóricamente cargada isla de Nauru, el lugar donde la especie humana alcanzó el culmen de la estupidez ecológica. Porque en Nauru el ser humano llegó al límite máximo: convertir un paraíso en un desierto inútil, arrasado y estéril a cambio de dinero. De mucho dinero, pero aun así. Y es que vender el propio suelo bajo tus pies hasta quedarte sin país no es una buena idea, por muy bien que te paguen.

 

Y pagaban bien: hubo una época (años 60-70 del pasado siglo) en la que Nauru era, pásmense, el país con el mayor Producto Interior Bruto per cápita del planeta: tenían más dinero por persona que Luxemburgo, Suiza, Liechtenstein o Qatar. Y esto por varias razones. Nauru es la república más pequeña del planeta, con sus apenas 21 kilómetros cuadrados. La isla está en el Pacífico, a 300 kilómetros de mar de la tierra más cercana (otra isla), y tiene tan sólo 13.000 habitantes. Su situación no es particularmente estratégica, y sin embargo la posesión de la isla en la época colonial fue reñida: incorporada al Imperio Alemán, en la Primera Guerra Mundial fue invadida por los británicos, y en la Segunda Guerra Mundial por los japoneses. La razón de todas estas idas, venidas e invasiones, de la riqueza de sus habitantes cuando llegó la independencia y de su presente desgracia es la misma: su terreno. Porque Nauru es una isla de un tipo particular: una isla de fosfato. La base de la isla son calizas coralinas sobre las que había una capa de suelo creada por guano de aves marinas. Casi literalmente se trata de una isla de mierda, con perdón.

 

Los fosfatos se descubrieron a principios del siglo XX, y eran un valioso recurso minero: se utilizaban a gran escala como fertilizantes, y posteriormente en la industria química. Nauru se convirtió en una inmensa mina a cielo abierto dedicada a la extracción de fosfatos por millones de toneladas: durante muchos años exportó ingentes cantidades de este recurso a todas partes del mundo. Ganó así grandes cantidades de dinero, que revirtieron al menos en parte en la economía local; con tan pocos habitantes el PIB per cápita se disparó. El gobierno, sabio, estableció un fondo encargado de recibir y distribuir los recursos proporcionados por la minería. Los nauruanos estaban en la gloria. Pero…

 

Porque en estas historias siempre hay un pero. Lo que estaba ocurriendo era sencillo: la minería a cielo abierto estaba destruyendo el propio suelo de la isla. El terreno mismo que pisaban, el suelo bajo sus pies, estaba siendo vendido y exportado. Y lo que hay debajo es caliza coralina: piedra dura, irregular y cortante donde el agua de lluvia se infiltra y desaparece, donde las botas de destruyen y los pies se hacen polvo, donde nada crece. Un desolado paisaje lunar de esterilidad. Montículos picudos de hasta 15 metros de altura tachonan el centro de la isla. El impacto minero fue tan brutal que hasta los recursos marinos disminuyeron en los alrededores, hasta un 40%. Los fosfatos se terminaron; ya no era rentable extraerlos. El fondo de inversión conseguido con las ganancias se evaporó en malas inversiones y escándalos financieros. La consecuencia fue una crisis económica brutal complicada con el hecho de que la isla ha quedado casi inhabitable y necesita extensos trabajos de reacondicionamiento ecológico. Durante una época se transformaron en paraíso fiscal, y se convirtieron en punto de blanqueo de dinero para la mafia rusa. En los últimos tiempos Nauru presenta gran inestabilidad política, y su principal industria es acoger un centro de refugiados donde procesar gente que intenta llegar ilegalmente a Australia.

 

La especie humana tiene el poder de hacer mucho daño al planeta, debido al fenómeno económico de las externalidades: si los beneficios son privados pero el daño es público, tenemos la receta para un desastre. Normalmente se considera que los gobiernos están ahí para cuidar que esto no ocurra: para aplicar sentido común a las situaciones, y para defender que el público no deba sufrir las peores consecuencias de que algunos se beneficien. Nauru demuestra que si los gobiernos no son lo bastante fuertes como para defender el interés común la situación puede acabar en el absurdo y el ridículo; en el mal para todos. Tan absurdo y tan ridículo como que un país se autodestruya, literalmente, por dinero hoy a cambio de quedarse sin futuro. La inteligencia no basta; hace falta algo más. Y sin ese ‘algo más’, llamémoslo interés público, la avaricia privada puede acabar con todo.

 

Del Blog de Ciencia de Pepe Cervera.

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